VILLARDOMPARDO
EN EL CORAZÓN
Pregón de las Fiestas de la Juventud de 2013
por
José Torres-Domínguez
Quiero saludar en primer lugar a todos los presentes:
villariegos, villariegas, mi pueblo, mi familia, mi gente, y a todos los que
compartís con nosotros estos dias de fiesta y de reencuentro: buenas tardes y
bienvenidos.
En segundo lugar debo agradecer al Alcalde y
Corporación Municipal de Villardompardo el inmerecido honor de pregonar las
Fiestas de la Juventud
de 2013. De todos los méritos que se me quieran atribuir para ello me basta con
uno solo que es para mí el más importante: haber tenido la dicha de nacer en
este pueblo donde mi familia hunde sus raíces desde hace muchas generaciones y
al que he querido entrañablemente durante toda mi vida.
Quisiera por eso que este pregón fuera sobre todo una
declaración de amor a mi pueblo y también un homenaje especialísimo a los hijos
e hijas del Villar que, como yo, fuimos arrancados de nuestra tierra y
condenados a quererla y a vivirla a distancia.
El 5 de mayo de
1960 abandoné Villardompardo con mi familia rumbo a Barcelona. Tenía siete
años. Los suficientes para llevarme grabadas en mi corta memoria un montón de
vivencias que formaron un vínculo indestructible con mi pueblo, alimentadas más
tarde con las estancias veraniegas. Me llevé el recuerdo de los ratos de trilla
en la era con mi padre y mi hermano, de
las noches durmiendo al raso en los melonares, de los viajes al pilar, a lomos
de mulo y de los juegos, mientras mi madre lavaba en el lavadero municipal.
Entonces no había agua en las casas y los viajes al pilar eran una pesada
rutina que no podíamos eludir. Me llevé el recuerdo del bullicio y los
chascarrillos en la tienda de mi abuelo José Domínguez, donde siempre
encontraba un montón de cachivaches para jugar y disfrutaba, en la época de la
matanza, del trasiego de la preparación de salazones y embutidos. Esas y muchas
otras evocaciones gozosas de felicidad infantil de aquellos primeros años de mi
vida que transcurrieron en mi pueblo, fueron el equipaje con el que hice frente
a una nueva etapa de mi existencia lejos de mi tierra, la tierra de mis padres,
de mis abuelos, de mis antepasados. A esos recuerdos dichosos tuve que añadir
entonces el del amargo día de la despedida: las lágrimas de mi familia, el
adiós a nuestra casa y a nuestra gente.
Formo parte de los más de dos millones de andaluces
que en los años sesenta se desparramaron por España y por Europa buscando una
vida mejor pero a costa de pagar el altísimo precio del desarraigo. Tuvimos que
cambiar nuestras casas blancas por bloques
ennegrecidos, nuestro paisaje luminoso por los muros inmisericordes del
hormigón, el brillante empedrado de nuestras calles por el asfalto o el
barrizal. Pocas familias habrá en el Villar que no tengan alguna rama en Barcelona,
en Madrid, en Bilbao, en Valencia o quién sabe dónde. Perdidos en ciudades
extrañas, lejos de la gente y de las cosas que amábamos, los emigrantes tuvimos
que aprender a sobrevivir, pero nos empeñamos en conservar todo lo que pudiera
mantenernos unidos a nuestra tierra. Fueron años muy duros, de trabajos y de
ausencias. El bienestar conseguido no se nos dio gratis y hubiésemos preferido
encontrar en nuestra tierra las oportunidades que tuvimos que buscar en tierras
extrañas.
Intentábamos mitigar las ausencias visitando a los
conocidos y parientes que habían emigrado como nosotros. Todos los domingos
empezaban en mi casa de la misma manera: mi padre ponía muy de mañana la radio
para escuchar un programa llamado “Andalucía
en Cataluña” en el que ponían, sobre todo, flamenco. Después o a veces por
la tarde, tocaba visitar a los paisanos que vivían en los barrios de Barcelona
o en los pueblos de los alrededores. A mí, un niño de pocos años me parecía
entonces que había villariegos en todas partes y que mi pueblo tenía que haber
contado en algún momento con una población numerosísima, porque las visitas no
se terminaban nunca. Yo escuchaba atentamente las conversaciones de los mayores
sobre la vida y milagros de personas del pueblo y aquellas historias y aquellos
nombres me parecían las aventuras y los personajes de una novela
apasionante. Así fue como Villardompardo
siguió formando parte de mi vida y así me aficioné a la música de mi tierra. No
tardé en darme cuenta de que, en realidad, nos habíamos llevado el Villar con
nosotros: nuestras costumbres, los giros de nuestra habla, nuestras comidas …
seguían siendo villariegas, y villariego fue siempre el hogar en el que me
crié, aunque estuviese a mil kilómetros de aquí.
Recuerdo que en las celebraciones solían poner en el tocadiscos una canción que se llamaba “Hay quién dice de Jaén” : la cantaban Luisa Linares y los Galindos y terminaba
con un vibrante “¡Viva Jaén!” que coreábamos todos. Esa copla fue para nosotros
casi un himno hasta que un día -creo que
de 1968-, en un programa de televisión, un cantante llamado Paco Ibáñez, cantó el poema de Miguel Hernández “Aceituneros”. Recuerdo
perfectamente el silencio que se hizo en la casa, los ojos humedecidos y una
emoción casi sólida en el ambiente mientras bebíamos cada palabra:
Andaluces
de Jaén,
aceituneros
altivos,
decidme
en el alma: ¿quién,
quién
levantó los olivos?
No
los levantó la nada,
ni
el dinero, ni el señor,
sino
la tierra callada,
el
trabajo y el sudor.
Unidos
al agua pura
y
a los planetas unidos,
los
tres dieron la hermosura
de
los troncos retorcidos.
¡Cuantos
siglos de aceituna,
los
pies y las manos presos,
sol
a sol y luna a luna,
pesan
sobre vuestros huesos!
Jaén,
levántate brava
sobre
tus piedras lunares,
no vayas a ser esclava
con
todos tus olivares.
Creo que fue ese día, ya con quince años, cuando tuve
perfecta conciencia de que no solo era un “andaluz
de Jaén” sino de que no iba a dejar
de serlo nunca, estuviera donde estuviese. Quise ser para siempre uno de esos “aceituneros altivos” a los que cantaba
Paco Ibáñez y en los que podía yo reconocer a mi familia y a mi pueblo.
Desde ese momento, mi interés por el
Villar no hizo más que crecer. Buscaba y recogía cualquier información en la
biblioteca y preguntaba a mis mayores
sin descanso. ¿Cuál era la historia de mi pueblo? ¿Tenía escudo o no tenía?
¡Qué desesperación cuando me encontraba con el vacío y la ignorancia,
habituales en aquel tiempo! ¡Y qué rabia cuando me topaba con mapas escolares
en los que no figuraba mi pueblo, como si no existiera más que en mi corazón
adolescente!. Pero nunca dejé de buscar. Aprender cosas sobre mi tierra fue una
forma más de mantenerme unido a ella.
A esas alturas, además, mi familia podía permitirse ya
pasar cada verano unos días en nuestro pueblo y empezamos a venir todos los
años. Como el resto de los dos millones largos de emigrantes andaluces, yo viví
aquellos vagones hacinados donde nos amontonaban como ganado, sin orden ni
concierto. Viví las muchedumbres apelotonadas en las estaciones de ferrocarril
donde mi gente, llorosa y desconcertada, empuñaba sus pobres maletas de cartón
o de madera para afrontar unos viajes interminables que agrandaban las
distancias y convertían en un calvario el camino que nos unía con nuestra
tierra. Con razón decían entonces que “de
Andalucía se sale llorando y se entra llorando”.
Los veranos eran para nosotros la ilusión que
iluminaba el resto del año. Era el reencuentro con todo lo que amábamos: la
familia, los amigos, los paisajes y rincones entrañables, los ruídos, los
olores que nos despertaban cada día recordándonos que estábamos de nuevo en
nuestro pueblo. Resuenan todavía en mi memoria las pisadas de las bestias sobre
el empedrado de las calles al clarear el día y puedo oler el aroma de los
jazmines en las moñas que lucían las mujeres. ¡Qué felices éramos disfrutando
de aquellos paréntesis en los que volvíamos a estar con nuestra gente!. No
puedo olvidar tampoco la despedida al final de cada verano y el nudo en la
garganta cuando enfilábamos la Calle Larga dejando atrás
de nuevo nuestro pueblo. Como si se tratara de una condena, cada año teníamos
que repetir el triste adiós, como la primera vez, para pagar la dicha de aquel
regreso provisional que eran las vacaciones.
Los veranos eran también la toma de contacto con la
propia evolución del Villar: los cambios, las reformas…. El pueblo que
encontrábamos cada año iba diferenciándose del que habíamos dejado tiempo
atrás. Llegó el agua por fin y el empedrado de las calles se quedó olvidado
bajo la capa de hormigón que demandaban los coches. Mejoró el alumbrado público
pero empalideció aquel cielo tachonado de estrellas que parecían al alcance de
la mano. El progreso, sin duda necesario, es a veces despiadado. Yo sufría por
nuestros viejos edificios amenazados por una idea de la modernidad, a veces
exagerada y ciega, que ha puesto en peligro o se ha llevado por delante parte
de nuestro patrimonio histórico. Fotografié una y otra vez el castillo, la
iglesia, las ermitas, el pilar, los paisajes y rincones que luego podía evocar
cuando estaba lejos. Otra forma más de “vivir
el Villar” y de ejercer de “villariego
a distancia”.
Seguía empeñado en saber más sobre mi pueblo y llenar
poco a poco el inmenso vacío que había respecto a su historia y respecto a sus
símbolos. Fruto de ese empeño fue la recuperación del escudo condal como Escudo
Municipal de Villardompardo y una somera aproximación histórica que entregué en
el Ayuntamiento. No era mucho, pero era el principio de una tarea hoy felizmente
continuada por otros villariegos, con más acierto sin duda y con el mismo
cariño hacia lo nuestro.
Y tanto va el cántaro a la fuente… que en uno de esos
veraneos de emigrante fue en mi pueblo donde me enamoré y fue de otra “villariega a distancia” : la que hoy es
mi mujer. Y el Villar a partir de ese momento fue más que nunca mi “Tierra Prometida” donde no solo encontraba mis raíces, sino
donde también soñaba mi futuro. Juntos iniciamos un camino de regreso que aún
no ha terminado del todo. Aquí nos casamos y aquí hemos seguido viniendo
siempre que hemos podido. He tenido la dicha de ver jugar a mis hijos en los
mismos lugares donde había jugado yo en mi niñez y de compartir también con
ellos el reencuentro de cada verano con nuestro pueblo y con nuestra gente.
Soy pues un emigrante, uno de los villariegos que tuvo
que crecer lejos del solar de sus mayores pero que nunca lo perdió del todo y
nunca renunció a él. Aquí, después de años de ausencia, quisieron reposar mis
padres y mi hermano en un último gesto de amor a nuestro pueblo. La casa que
fue de mis abuelos es hoy mi casa, la meta que culmina la historia de este andaluz de Jaén, de este giennense de Villardompardo que nunca
quiso dejar de serlo dondequiera que estuviese. En mi casa villariega guardo
como un tesoro los baúles con los que mi abuelo José Domínguez, también
emigrante en su juventud, regresó de América en 1915. Junto a ellos conservo
los aperos de labranza de mi abuelo Manuel Torres, las aguaderas, las narrias…
para que me recuerden hasta el fin de mis días que pertenezco a una estirpe de
labradores y de emigrantes que son la sal de esta tierra, mi tierra.
Afortunadamente ya no tengo que conformarme con “vivir el Villar” sólo los veranos. Me
he acostumbrado a celebrar aquí con mi familia cada momento importante y sigo
con ilusión todo lo que se hace para mejorar el pueblo y recuperar su historia
y su patrimonio. Trabajar por Villardompardo en lo que yo sé y puedo hacer
sigue siendo para mí la mayor satisfacción. Pero, aunque ya suelo pasar aquí
casi tantos dias como fuera de aquí, me sigo sintiendo estrechamente unido a
los villariegos y villariegas emigrantes que
vuelven en el mes de agosto a nuestro pueblo para “cargar las pilas” ,como se dice ahora, y disfrutar de las Fiestas de la Juventud.
Desde su creación hace unos años, las Fiestas de la Juventud han añadido
alegría a los veranos de regresos y reencuentros familiares. Ha sido como
regalarnos a los que vivíamos fuera de Villardompardo una muestra de las
celebraciones que nos teníamos que perder durante el resto del año. Se llaman Fiestas de la Juventud pero han
estado íntimamente unidas desde su origen al momento gozoso del reencuentro
cada año de las familias, de los amigos, de los paisanos. En estos días de
agosto, nuestro pueblo, como una madre feliz, recupera a muchos de sus hijos e
hijas diseminados por todas partes. Son días felices para todos.
Me alegra mucho que se me haya encomendado darles
inicio este año con este pregón y presentar la bandera que propuse para nuestro
municipio. Más que creador de la misma, he actuado como descubridor, puesto que
me he limitado a aprovechar el escudo tradicional del Condado de
Villardompardo, que tiene los años suficientes como para hacerse valer también
como bandera. Espero que guste a mis paisanos y que nos una a todos y a todas
en la maravillosa empresa de querer y mejorar nuestro pueblo.
Y es la hora ya de que este pregonero deje paso a la
fiesta. Permitidme que lo haga evocando las últimas fiestas de mi infancia
aquí, con su sencillo sabor a gaseosa y garbanzos tostados ofrecidos con
maestría por aquel pregonero entrañable que fue Manuel Fernández Martos,
“Manolillo”. Puedo recordar a mi hermano adolescente en las carreras de
bicicletas intentando ensartar una cinta y puedo recordar también a mis padres
bailando un pasadoble mientras yo devoraba mis garbanzos tostados sintiendo, en
la plenitud inocente de mis seis años, que la vida era maravillosa y que mi
pueblo era el Paraiso.
¡Vivan
las Fiestas de la Juventud
de 2013!
¡Viva
Villardompardo!.