jueves, 22 de agosto de 2013

VILLARDOMPARDO EN EL CORAZÓN

Pregón de las Fiestas de la Juventud de 2013
por
José Torres-Domínguez

Quiero saludar en primer lugar a todos los presentes: villariegos, villariegas, mi pueblo, mi familia, mi gente, y a todos los que compartís con nosotros estos dias de fiesta y de reencuentro: buenas tardes y bienvenidos.
En segundo lugar debo agradecer al Alcalde y Corporación Municipal de Villardompardo el inmerecido honor de pregonar las Fiestas de la Juventud de 2013. De todos los méritos que se me quieran atribuir para ello me basta con uno solo que es para mí el más importante: haber tenido la dicha de nacer en este pueblo donde mi familia hunde sus raíces desde hace muchas generaciones y al que he querido entrañablemente durante toda mi vida.
Quisiera por eso que este pregón fuera sobre todo una declaración de amor a mi pueblo y también un homenaje especialísimo a los hijos e hijas del Villar que, como yo, fuimos arrancados de nuestra tierra y condenados a quererla y a vivirla a distancia.
El  5 de mayo de 1960 abandoné Villardompardo con mi familia rumbo a Barcelona. Tenía siete años. Los suficientes para llevarme grabadas en mi corta memoria un montón de vivencias que formaron un vínculo indestructible con mi pueblo, alimentadas más tarde con las estancias veraniegas. Me llevé el recuerdo de los ratos de trilla en la era con mi padre y mi hermano,  de las noches durmiendo al raso en los melonares, de los viajes al pilar, a lomos de mulo y de los juegos, mientras mi madre lavaba en el lavadero municipal. Entonces no había agua en las casas y los viajes al pilar eran una pesada rutina que no podíamos eludir. Me llevé el recuerdo del bullicio y los chascarrillos en la tienda de mi abuelo José Domínguez, donde siempre encontraba un montón de cachivaches para jugar y disfrutaba, en la época de la matanza, del trasiego de la preparación de salazones y embutidos. Esas y muchas otras evocaciones gozosas de felicidad infantil de aquellos primeros años de mi vida que transcurrieron en mi pueblo, fueron el equipaje con el que hice frente a una nueva etapa de mi existencia lejos de mi tierra, la tierra de mis padres, de mis abuelos, de mis antepasados. A esos recuerdos dichosos tuve que añadir entonces el del amargo día de la despedida: las lágrimas de mi familia, el adiós a nuestra casa y a nuestra gente.
Formo parte de los más de dos millones de andaluces que en los años sesenta se desparramaron por España y por Europa buscando una vida mejor pero a costa de pagar el altísimo precio del desarraigo. Tuvimos que cambiar nuestras casas blancas por bloques  ennegrecidos, nuestro paisaje luminoso por los muros inmisericordes del hormigón, el brillante empedrado de nuestras calles por el asfalto o el barrizal. Pocas familias habrá en el Villar que no tengan alguna rama en Barcelona, en Madrid, en Bilbao, en Valencia o quién sabe dónde. Perdidos en ciudades extrañas, lejos de la gente y de las cosas que amábamos, los emigrantes tuvimos que aprender a sobrevivir, pero nos empeñamos en conservar todo lo que pudiera mantenernos unidos a nuestra tierra. Fueron años muy duros, de trabajos y de ausencias. El bienestar conseguido no se nos dio gratis y hubiésemos preferido encontrar en nuestra tierra las oportunidades que tuvimos que buscar en tierras extrañas.
Intentábamos mitigar las ausencias visitando a los conocidos y parientes que habían emigrado como nosotros. Todos los domingos empezaban en mi casa de la misma manera: mi padre ponía muy de mañana la radio para escuchar un programa llamado “Andalucía en Cataluña” en el que ponían, sobre todo, flamenco. Después o a veces por la tarde, tocaba visitar a los paisanos que vivían en los barrios de Barcelona o en los pueblos de los alrededores. A mí, un niño de pocos años me parecía entonces que había villariegos en todas partes y que mi pueblo tenía que haber contado en algún momento con una población numerosísima, porque las visitas no se terminaban nunca. Yo escuchaba atentamente las conversaciones de los mayores sobre la vida y milagros de personas del pueblo y aquellas historias y aquellos nombres me parecían las aventuras y los personajes de una novela apasionante.  Así fue como Villardompardo siguió formando parte de mi vida y así me aficioné a la música de mi tierra. No tardé en darme cuenta de que, en realidad, nos habíamos llevado el Villar con nosotros: nuestras costumbres, los giros de nuestra habla, nuestras comidas … seguían siendo villariegas, y villariego fue siempre el hogar en el que me crié, aunque estuviese a mil kilómetros de aquí.
Recuerdo que en las celebraciones solían poner en el tocadiscos una canción que se llamaba “Hay quién dice de Jaén” : la cantaban Luisa Linares y los Galindos y terminaba con un vibrante “¡Viva Jaén!” que coreábamos todos. Esa copla fue para nosotros casi un himno hasta que un día  -creo que de 1968-, en un programa de televisión, un cantante llamado Paco Ibáñez, cantó el poema de Miguel Hernández “Aceituneros”. Recuerdo perfectamente el silencio que se hizo en la casa, los ojos humedecidos y una emoción casi sólida en el ambiente mientras bebíamos cada palabra:

Andaluces de Jaén,
aceituneros altivos,
decidme en el alma: ¿quién,
quién levantó los olivos?

No los levantó la nada,
ni el dinero, ni el señor,
sino la tierra callada,
el trabajo y el sudor.

                            Unidos al agua pura
                            y a los planetas unidos,
                            los tres dieron la hermosura
                            de los troncos retorcidos.

                            ¡Cuantos siglos de aceituna,
                            los pies y las manos presos,
                            sol a sol y luna a luna,
                            pesan sobre vuestros huesos!

                            Jaén, levántate brava
                            sobre tus piedras lunares,
                            no vayas a ser esclava
                            con todos tus olivares.

Creo que fue ese día, ya con quince años, cuando tuve perfecta conciencia de que no solo era un “andaluz de Jaén”  sino de que no iba a dejar de serlo nunca, estuviera donde estuviese. Quise ser para siempre uno de esos “aceituneros altivos” a los que cantaba Paco Ibáñez y en los que podía yo reconocer a mi familia y a mi pueblo.
         Desde ese momento, mi interés por el Villar no hizo más que crecer. Buscaba y recogía cualquier información en la biblioteca y  preguntaba a mis mayores sin descanso. ¿Cuál era la historia de mi pueblo? ¿Tenía escudo o no tenía? ¡Qué desesperación cuando me encontraba con el vacío y la ignorancia, habituales en aquel tiempo! ¡Y qué rabia cuando me topaba con mapas escolares en los que no figuraba mi pueblo, como si no existiera más que en mi corazón adolescente!. Pero nunca dejé de buscar. Aprender cosas sobre mi tierra fue una forma más de mantenerme unido a ella.
A esas alturas, además, mi familia podía permitirse ya pasar cada verano unos días en nuestro pueblo y empezamos a venir todos los años. Como el resto de los dos millones largos de emigrantes andaluces, yo viví aquellos vagones hacinados donde nos amontonaban como ganado, sin orden ni concierto. Viví las muchedumbres apelotonadas en las estaciones de ferrocarril donde mi gente, llorosa y desconcertada, empuñaba sus pobres maletas de cartón o de madera para afrontar unos viajes interminables que agrandaban las distancias y convertían en un calvario el camino que nos unía con nuestra tierra. Con razón decían entonces que “de Andalucía se sale llorando y se entra llorando”.
Los veranos eran para nosotros la ilusión que iluminaba el resto del año. Era el reencuentro con todo lo que amábamos: la familia, los amigos, los paisajes y rincones entrañables, los ruídos, los olores que nos despertaban cada día recordándonos que estábamos de nuevo en nuestro pueblo. Resuenan todavía en mi memoria las pisadas de las bestias sobre el empedrado de las calles al clarear el día y puedo oler el aroma de los jazmines en las moñas que lucían las mujeres. ¡Qué felices éramos disfrutando de aquellos paréntesis en los que volvíamos a estar con nuestra gente!. No puedo olvidar tampoco la despedida al final de cada verano y el nudo en la garganta cuando enfilábamos la Calle Larga dejando atrás de nuevo nuestro pueblo. Como si se tratara de una condena, cada año teníamos que repetir el triste adiós, como la primera vez, para pagar la dicha de aquel regreso provisional que eran las vacaciones.
Los veranos eran también la toma de contacto con la propia evolución del Villar: los cambios, las reformas…. El pueblo que encontrábamos cada año iba diferenciándose del que habíamos dejado tiempo atrás. Llegó el agua por fin y el empedrado de las calles se quedó olvidado bajo la capa de hormigón que demandaban los coches. Mejoró el alumbrado público pero empalideció aquel cielo tachonado de estrellas que parecían al alcance de la mano. El progreso, sin duda necesario, es a veces despiadado. Yo sufría por nuestros viejos edificios amenazados por una idea de la modernidad, a veces exagerada y ciega, que ha puesto en peligro o se ha llevado por delante parte de nuestro patrimonio histórico. Fotografié una y otra vez el castillo, la iglesia, las ermitas, el pilar, los paisajes y rincones que luego podía evocar cuando estaba lejos. Otra forma más de “vivir el Villar” y de ejercer de “villariego a distancia”.
Seguía empeñado en saber más sobre mi pueblo y llenar poco a poco el inmenso vacío que había respecto a su historia y respecto a sus símbolos. Fruto de ese empeño fue la recuperación del escudo condal como Escudo Municipal de Villardompardo y una somera aproximación histórica que entregué en el Ayuntamiento. No era mucho, pero era el principio de una tarea hoy felizmente continuada por otros villariegos, con más acierto sin duda y con el mismo cariño hacia lo nuestro.
Y tanto va el cántaro a la fuente… que en uno de esos veraneos de emigrante fue en mi pueblo donde me enamoré y fue de otra “villariega a distancia” : la que hoy es mi mujer. Y el Villar a partir de ese momento fue más que nunca mi “Tierra Prometida”  donde no solo encontraba mis raíces, sino donde también soñaba mi futuro. Juntos iniciamos un camino de regreso que aún no ha terminado del todo. Aquí nos casamos y aquí hemos seguido viniendo siempre que hemos podido. He tenido la dicha de ver jugar a mis hijos en los mismos lugares donde había jugado yo en mi niñez y de compartir también con ellos el reencuentro de cada verano con nuestro pueblo y con nuestra gente.
Soy pues un emigrante, uno de los villariegos que tuvo que crecer lejos del solar de sus mayores pero que nunca lo perdió del todo y nunca renunció a él. Aquí, después de años de ausencia, quisieron reposar mis padres y mi hermano en un último gesto de amor a nuestro pueblo. La casa que fue de mis abuelos es hoy mi casa, la meta que culmina la historia de este andaluz de Jaén, de este giennense de Villardompardo que nunca quiso dejar de serlo dondequiera que estuviese. En mi casa villariega guardo como un tesoro los baúles con los que mi abuelo José Domínguez, también emigrante en su juventud, regresó de América en 1915. Junto a ellos conservo los aperos de labranza de mi abuelo Manuel Torres, las aguaderas, las narrias… para que me recuerden hasta el fin de mis días que pertenezco a una estirpe de labradores y de emigrantes que son la sal de esta tierra, mi tierra.
Afortunadamente ya no tengo que conformarme con “vivir el Villar” sólo los veranos. Me he acostumbrado a celebrar aquí con mi familia cada momento importante y sigo con ilusión todo lo que se hace para mejorar el pueblo y recuperar su historia y su patrimonio. Trabajar por Villardompardo en lo que yo sé y puedo hacer sigue siendo para mí la mayor satisfacción. Pero, aunque ya suelo pasar aquí casi tantos dias como fuera de aquí, me sigo sintiendo estrechamente unido a los villariegos y villariegas emigrantes que  vuelven en el mes de agosto a nuestro pueblo para “cargar las pilas” ,como se dice ahora, y disfrutar de las Fiestas de la Juventud.
Desde su creación hace unos años, las Fiestas de la Juventud han añadido alegría a los veranos de regresos y reencuentros familiares. Ha sido como regalarnos a los que vivíamos fuera de Villardompardo una muestra de las celebraciones que nos teníamos que perder durante el resto del año. Se llaman Fiestas de la Juventud pero han estado íntimamente unidas desde su origen al momento gozoso del reencuentro cada año de las familias, de los amigos, de los paisanos. En estos días de agosto, nuestro pueblo, como una madre feliz, recupera a muchos de sus hijos e hijas diseminados por todas partes. Son días felices para todos.
Me alegra mucho que se me haya encomendado darles inicio este año con este pregón y presentar la bandera que propuse para nuestro municipio. Más que creador de la misma, he actuado como descubridor, puesto que me he limitado a aprovechar el escudo tradicional del Condado de Villardompardo, que tiene los años suficientes como para hacerse valer también como bandera. Espero que guste a mis paisanos y que nos una a todos y a todas en la maravillosa empresa de querer y mejorar nuestro pueblo.
Y es la hora ya de que este pregonero deje paso a la fiesta. Permitidme que lo haga evocando las últimas fiestas de mi infancia aquí, con su sencillo sabor a gaseosa y garbanzos tostados ofrecidos con maestría por aquel pregonero entrañable que fue Manuel Fernández Martos, “Manolillo”. Puedo recordar a mi hermano adolescente en las carreras de bicicletas intentando ensartar una cinta y puedo recordar también a mis padres bailando un pasadoble mientras yo devoraba mis garbanzos tostados sintiendo, en la plenitud inocente de mis seis años, que la vida era maravillosa y que mi pueblo era el Paraiso.
¡Vivan las Fiestas de la Juventud de 2013!


¡Viva Villardompardo!.

1 comentario:

Paco Arjonilla dijo...

No pude estar el día de la lectura del pregón por encontrarme fuera del Villar; ahora que lo leo me parece EXTRAORDINARIO.
Para todos aquellos villariegos que llevamos más de cincuenta y tantos julios, para los que no hemos vivido de seguido en el Villar, para los que les emociona escuchar -leer en este caso- palabras como lavadero municipal, narrias, matanza, aguaderas, emigración, ...con toda su carga emocional.
Nos sentimos identificados con tantas vivencias primorosamente descritas por José Torres Domínguez.
También en esa sutil reivindicación histórica que rezuma todo el texto y el poema de M. Hernández, letra del himno de la provincia.
Mi enhorabuena por este sentido y emotivo pregón con el que se habrán identificado no pocos villariegos presentes en esa preciosa plaza o que lo puedan leer a través de este blog.